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sábado, 4 de julio de 2015

Marie Curie: una energía inagotable

El siglo XIX tenía reservada una última sorpresa para la ciencia. Físicos y químicos por fin estaban cómodos con sus leyes básicas, que podían explicar cualquier cosa hasta que en 1896 el francés Becquerel descubrió por casualidad un fenómeno totalmente nuevo. Se dejó en un cajón un paquete de sales de uranio, encima de un rollo de placa fotográfica, y días después comprobó que la placa estaba oscurecida como si le hubiera dado la luz; así que pensó que esas sales emitían unos rayos penetrantes, que eran capaces de atravesar metales. Sin embargo, Becquerel perdió interés en el tema y se lo pasó a una estudiante polaca que no tenía muy claro sobre qué hacer la tesis doctoral. Ella, Marie Curie, investigó mucho más a fondo esas piedrecillas que emitían constantemente tanta energía y parecían no consumirse, y bautizó aquello como radiactividad.
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Marie Curie / Créditos: Tekniska museet
A la edad de 24 años, Marie Curie (entonces Marie Skło
dowska) había emigrado desde Polonia, donde las mujeres no podían estudiar una carrera, y se matriculó en la universidad más famosa de Francia, la Sorbona. Devoraba una asignatura tras otra, apenas comía y vivía en una buhardilla sin calefacción. Fue la primera de su promoción y al acabar conoció a su marido, el físico Pierre Curie, que también fue su pareja científica. Marie descubrió que los rayos de Becquerel venían del interior de los átomos de uranio y que sólo otro elemento, el torio, emitía unos rayos parecidos. Entonces estudió los minerales de uranio y vio asombrada que uno de ellos, la pecblenda, era más radiactivo que si fuera uranio puro: su hipótesis fue que aquella roca contenía una cantidad mínima de algo desconocido y muy, muy radiactivo.
Pierre lo vio tan claro que abandonó sus propias investigaciones para centrarse en ayudar a Marie y, juntos, enseguida descubrieron dentro de la pecblenda dos nuevos elementos: el polonio y el radio, a cada cual más radiactivo. Para obtenerlos en cantidad y poder estudiarlos, invirtieron sus ahorros en toneladas de pecblenda y las guardaron en un cobertizo prestado y con goteras. Allí se iban, al terminar su jornada de profesores, amachacar y a deshacer con ácidos el mineral. Era un trabajo duro, en medio de gases tóxicos y productos radiactivos cada vez más puros. Cinco años después, las toneladas de mineral se habían quedado en 0,1 gramos de sal de radio, tan radiactiva que brillaba en la oscuridad y les producía quemaduras. Marie Curie ya podía presentar su tesis, que fue la más rentable de la Historia, pues le dio el título de doctora y además dos premios Nobel: el primero ese mismo año (1903), compartido con Becquerel y su marido; y el segundo fue en solitario (1911), pues Pierre había fallecido cinco años antes atropellado por un coche de caballos.
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“El retrato más famoso de Marie Curie (a la izquierda) es en realidad una foto de la actriz Susan Marie Frontczak, tomada por Paul Schroder en 2001. A la derecha, una fotografía real de la verdadera madame Curie”
La historia de los Curie lo tenía todo: romanticismo, idealismo, sacrificio, tragedia y una nueva fuente de calor, el radio, que parecía no agotarse. La ciencia saltó de las revistas especializadas a la primera plana de los periódicos. Mientras tanto, Rutherford había descubierto que los materiales radiactivos sí se consumen, y se desintegran transformándose en otros elementos: era el sueño de los alquimistas hecho realidad. Para Vassily Kandinsky, que en esos años creaba las primeras obras de pintura abstracta, aquello de la radiactividad era el símbolo de la desintegración del mundo entero.
No fue para tanto, sólo hubo que crear una nueva Física para explicar ése y otros fenómenos. Marie Curie vivió para verlo y murió a los 67 años de leucemia, una enfermedad probablemente causada por toda la radiación que recibió. De hecho, sus cuadernos de laboratorio siguen siendo muy radiactivos: tendrán que pasar 1.600 años para que se consuma la mitad del radio que les cayó encima.

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