No llores, Maruca; no llores, por favor; que si no, no vengo más.
La mujer se estremece entre los brazos de la recién venida; el agua de sus lágrimas tiene la misma intensión salada que toda la inmensidad que rodea a su pequeño paraje. Pero mientras el llanto se va acomodando en las líneas de su cara curtida de intemperie, ya tiene ganas de sonreír, y hasta de reír: la doctora Susana ha regresado.
Acaso no han sido más de 200 kilómetros los que Susana Roldán ha recorrido desde que salió de la ciudad, pero al cabo de atravesar caminos hacia el confín noroeste de la provincia, casi sobre la frontera con Catamarca, no sólo parece haber pasado un mundo, sino también un siglo. Es que en el paraje Las Ollas, en el departamento Cruz del Eje, por momentos la doctora tiene la sensación de que Córdoba aún no ha sido inventada.
Cuando el sábado todavía estaba en sombras, había partido desde su casa en barrio San Salvador, en la capital, junto a unas tres docenas de compañeros del mismo desvelo solidario, y a medida que avanzaba por la ruta, las estrellas, lejos de las luces urbanas, brillaban cada vez más.
Después, cuando el sol empezó a desnudar el celeste del cielo, se vio otra vez en caminos de tierra tan polvorientos que, si se le diera por llover, podrían volverse guadales capaces de no dejar entrar ni salir.
Espinillos, jumes, cactus custodian el camino que precede al horizonte blanco que se asoma hasta el final de la mirada; la gran salina parece infinita. La caravana ha pasado por Cruz del Eje y se ha detenido en Santo Domingo, primero, en Los Leones y, finalmente, en Las Ollas.
Susana no sabe si se los dice el viento, o es que reconocen que ya llegan por el ligero temblor en la tierra que provoca el paso de los autos, pero de pronto, apenas ponen las ruedas en el paraje, empiezan a asomarse los habitantes del mínimo y disperso vecindario. Unos aparecen en sulkies; otros, montados a caballos, y más, caminando.
María González, Maruca, es la primera que tiende los brazos. Está siempre junto a su esposo Ramón y a Tamara, la hija de ambos.
Entonces, primero lo primero: pan casero caliente y mates. “Me he levantado a las cuatro de la mañana para hornearle el pan”. La doctora sabe que es así: que el pan recién salido del horno es supremo manjar en el lugar, y que cuando se lo ofrecen, le están convidando con un poco de la escasa plenitud cotidiana que pueden alcanzar.
Sabe también que es posible que lo hayan amasado con la última harina que les quedaba y que, negándosela a los chicos, la hayan guardado para ella. No puede cambiar esto, pero sí puede agradecer el gesto desde lo más profundo de su corazón, y no hay otro modo de hacerlo que sentirse feliz, pues de eso se trata. La felicidad, a veces, es un cacho de pan caliente y un mate dulce.
FUENTE: http://www.lavoz.com.ar/temas/una-gota-entre-tanta-sed
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